K. J. ANDERSON
En septiembre de 1941, la Wehrmacht de Adolf Hitler rodeó Leningrado, iniciando el que resultaría ser uno de los sitios más prolongados y destructivos de la historia occidental. Más de un millón de habitantes perecieron en lenta agonía a causa de aquellos dos años y medio de bombardeos y hambruna. Los supervivientes recordaban las calles sembradas de cadáveres congelados, cuyos familiares no tenían ni los medios ni fuerzas para enterrarlos. Ciudadanos desesperados quemaron libros, muebles y suelos de madera para mantenerse calientes. El hambre les arrastró hasta el extremo de comerse a las mascotas y, con el tiempo, unos a otros para mantenerse con vida. Atrapado entre las fuerzas invasoras nazis y el Gobierno soviético, se encontraba el compositor Dmitri Shostakóvich, el cual compondría en pleno asedio una pieza pensada para alentar, exhortar, elogiar y conmemorar a sus conciudadanos: su sinfonía nº 7, la "Sinfonía Leningrado". Este homenaje al valor fue copiado en un microfilm que viajó a través de Oriente Medio y sobrevoló los desiertos de África del Norte en una misión secreta para llevarlo hasta Estados Unidos, donde la sinfonía fue transcrita e interpretada, jugando un papel sorprendente a la hora de reforzar los lazos de los Aliados frente los poderes del Eje.
"Sinfonía para la ciudad de los muertos" narra la verdadera historia de una ciudad asediada, del triunfo del coraje y la resistencia frente a una terrible oposición. También es una historia que habla del poder de la música y sus significados, una historia de mensajes secretos y dobles sentidos; de cómo la música en sí es un código, del modo en que puede alentarnos a resistir una tragedia impensable; de cómo, cuando no podemos alzar la voz, nos permite hablar en susurros entre los barrotes de nuestra celda y de cómo tiene el poder de consolarnos en nuestro padecimiento.